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Ciencia y género: El duro camino de las mujeres investigadoras



Como suele suceder en la Historia de la Biología, el punto de referencia más antiguo es el famoso filósofo griego Aristóteles (384-322 a.C.), cuya huella en el pensamiento occidental duró largos siglos. Según las personas estudiosas de la historia, este célebre pensador, no sólo estableció los fundamentos filosóficos y científicos de la cultura, sino que también introdujo un importante número de conceptos nuevos y acuñó términos duraderos.

Sin embargo, conviene puntualizar que no existe un acuerdo unánime sobre las aportaciones del estudioso griego. Así, aunque Aristóteles ha sido mayoritariamente apreciado como un «gran sabio» y su obra se ha citado en infinidad de ocasiones, hay expertos que creen que su influencia tuvo importantes lados oscuros. En esta línea, el prestigioso científico británico Peter Medawar (1915-1987), premio Nobel de Medicina en 1960, afirmaba en 1983 que las obras biológicas de Aristóteles son «una mezcolanza extraña y, en términos generales, bastante peligrosa de datos producto de una observación defectuosa, ilusiones y credulidad, que a veces llegan a la franca simpleza». Aunque Medawar concede que en ocasiones Aristóteles tiene razón, rápidamente añade que «sus escritos son tan voluminosos que a duras penas podría carecer de razón algunas veces».

Sin pretender entrar en tan espinoso debate, sí nos interesa citar que el célebre filósofo hizo gala en muchas de sus obras de un acusado sesgo sexista. Valga recordar que Aristóteles fue el primero en dar una «explicación» biológica y sistemática de la mujer en la que ésta es vista como un «hombre imperfecto». Al respecto, dejaba escrito: «La hembra es hembra en virtud de cierta falta de cualidades. Es un hombre inferior. La naturaleza sólo hace mujeres cuando no puede hacer hombres».

La imperfección femenina justificaba con creces, según el griego, el papel subordinado que moral y socialmente ocupaban las mujeres. Para el filósofo era incuestionable que la forma propia u original de la humanidad es masculina. Las mujeres eran imperfectas porque estaban incompletas, carecían de un valioso órgano: el falo. Según diversos estudiosos, éste fue el origen de la llamada cultura falocéntrica, basada en una escuela que daba gran prioridad y sumo poder a la imagen del pene, y por ende a su portador.

Esta lamentable manera de pensar fue extraordinariamente influyente. Se prolongó durante toda la Edad Media, transmitida por personajes de tanto peso como el famoso médico del siglo II, Galeno, y por sus numerosos herederos. Valga citar a título de ejemplo sólo dos frases, la que dejara escrita el respetadoAverroes (1126-1198), filósofo y médico andalusí: «La mujer no es más que el hombre imperfecto»; o el conocido Santo Tomás de Aquino (1225-1274): «Como individuo, la mujer es un ser endeble y defectuoso».

Como es ampliamente conocido, a finales de la Edad Media y comienzos del Renacimiento tuvo lugar un significativo acontecimiento histórico: la Revolución científica, que provocó una nueva manera de contemplar el mundo. No entraremos a discutir los acalorados debates que originó este acontecimiento o su enorme influencia histórica, meticulosamente estudiada por múltiples personas. Pero sí queremos hacer hincapié en que, «respetuosos con la herencia recibida», “los grandes sabios” que iniciaron el desarrollo de la ciencia moderna trataron de impedir con todos los medios a su alcance el libre acceso al conocimiento y a la práctica científica de las mujeres.

Ciertamente, la mayoría de los hombres eruditos de los siglos XVI y XVII compartían la inercia mental de minusvalorar al sexo femenino. Salvo raras excepciones, a pesar de sostener que se expresaban siguiendo razonamientos puramente objetivos, sus argumentos estaban impregnados de los prejuicios e ideas misóginas de sus antecesores. En este contexto, insistimos, aunque la ciencia emergente sostenía que sólo la observación directa y la experimentación podrían proporcionar afirmaciones precisas sobre el mundo natural, mentes preclaras dedicadas al avance objetivo de las verdades, como Francis Bacon (1561-1626) o René Descartes (1596-1650), seguían subjetivamente alimentando añejos modelos.

La prestigiosa profesora de Historia de la ciencia de la Universidad de Stanford, Londa Schiebinger, ha señalado que, por ejemplo, en la agitada situación por la que pasaban los círculos médicos en aquellos siglos, una de las controversias más bullentes de la época tenía que ver con la naturaleza femenina. La investigadora denuncia la influencia de viejos estereotipos sobre las mujeres en los impulsores de la novedosa revolución. Siguiendo a filósofos de la Grecia clásica, como Platón o Demócrito, aquellos «revolucionarios» también veían al útero como algo maldito, como un animal con poder de movimiento independiente causante de innumerables enfermedades. Así, en los orígenes de la ciencia moderna se fomentaron arcaicas discusiones sobre los órganos sexuales femeninos que humillaban a las mujeres y las colocaban en una posición claramente secundaria con respecto a los hombres.

En suma, los ropajes que envolvieron el nacimiento de la revolución científica estaban tan impregnados de resabios y prejuicios como lo estuvieron en los tiempos de la Grecia clásica, en la antigüedad o en el medioevo. Mencionemos otra «joya» del pensamiento de la época: a finales del siglo XVI (concretamente en 1595) se publicó en Alemania una obra cuyo título lo dice todo: Nueva disputa contra las mujeres en la que se demuestra que no son seres humanos, de autor anónimo. Lo escandalizante es que tal «panfleto», y otros parecidos, gozó de estimable predicamento entre buena parte de las «elites» de entonces.

Como muy bien ha expresado la profesora de filosofía de la UNED Pilar Castrillo Criado (2001): «Los protagonistas de la Revolución Científica no dejan de proclamar a los cuatro vientos su ruptura con el pasado y lo novedoso de la nueva empresa tanto en lo que atañe a los métodos como a los objetivos perseguidos. De tiempos tan turbulentos hubiera cabido esperar también algún cambio en la consideración del papel de la mujer en la empresa científica y alguna manifestación a favor de su participación en ella, pero, por desgracia, éstos no se produjeron […] y las mujeres siguieron siendo mantenidas al margen de las instituciones en las que se hacía la ciencia. […]. Durante la Revolución Científica no hubo revolución alguna para la mujer y la consideración de su papel dentro de la ciencia».

Por fortuna, la misoginia reinante no logró impedir que las mujeres participaran de alguna manera en las nuevas actividades resultantes del enorme interés despertado por la ciencia y su espíritu reformador. Aunque en un número menor que sus compañeros varones, sus contribuciones no han sido despreciableso de segunda categoría. Gracias a los estudios con perspectiva de género, hoy disponemos de abundante información que avala que hubo mujeres que encontraron la posibilidad de alzar su voz y rebelarse ante aquellos varones que se habían otorgado a sí mismos la autoridad para hacer ciencia.

Vía / Terceravia.mx